De cómo llegué a La Dormida solo tengo ráfagas, espasmos de recuerdos y escenas inconclusas. Mi costado hostil, Woody Woodpecker, y un ardor en las orejas, una fuerza muscular que puja en los hombros y en el trapecio del pecho. El pub se llama California y son, por ejemplo, las tres de la mañana. Barrido en primer plano, despacio. En la barra me parece ver a Walter Lantz, el tipo que salía en los créditos del Pájaro Loco y que odié toda la infancia porque no alcanza, con esa aparición de medio perfil y esa cuota final de realismo, para justificar la existencia de Woody Woodpecker (o la mía, si vamos al caso; como si hiciera alguna falta justificar la existencia). Estoy por decírselo a la mesera, pero no puedo encontrarla. A continuación, las mesas. Vacías a excepción de unas pocas. En una esquina neutral, cercana al escenario, me veo repantingado en la silla con las piernas estiradas y un vaso en la mano. Un cubo de hielo descompone la luz roja