CAPÍTULO XII: MARINA

Tengo un perro, yo. Más bonito; overo. Lo reprendo porque corre y se va lejos; y aunque es lindo escaparse, yo no soy como Hojalata, que desaparece por semanas. Yo vuelvo, aunque no quiera. Y ese día volví porque los médicos alcanzaron a llevarme al hospital. Con la sirena prendida. La ambulancia se zangoloteaba en las curvas y hacía ruido a calesita descompuesta. Y había olor a nafta y a Mertiolate. Pero yo no cerraba los ojos, aunque que estaba como dormida. Y estoy segura de que pensaba en mi perro porque lo quiero tanto y se iba a quedar solo, decía mi papá: ¿No te importa que se quede solo? Y tu madre, ¿no te importa? Pero bueno, no me importó. Ni lo pensé cuando encontramos el revólver en el tinglado de la gomería. Estaba envuelto en un trapo roñoso junto a un frasco de tuercas lleno de balines, no más grandes que los colmillos de Hojalata; y todo eso en la caja de herramientas, oxidándose. El revólver era plateado, chiquito. No fue difícil meterlo en el bolsillo del pantalón y apuntarle después a las moneditas, en el campo, para practicar. Lautaro, que siempre me daba el alfajor en los recreos, le disparaba a las sandías. Yo prefería las monedas pegadas con chicle a la pared porque brillan al rayo del sol, pero no acertaba nunca. Y casi enseguida nos dimos cuenta de lo que íbamos a hacer, por ejemplo, a la siesta, en primavera, en el patio de la casa de Lautaro porque hay margaritas y malvones colorados y un árbol de durazno blanco que nunca se llena de bichos. Irse es lo que importa, ¿no? De una manera o de otra. Y ahora todo el mundo pregunta y se mete donde no debe: y que por qué te disparó, y que si fue un accidente o lo planeamos, o también quieren saber si yo estaba embarazada. Todos esos preguntones son como Hojalata, que olfatea el muslo de las señoras por debajo de la falda. 

Tiene la lengua azul, mi perro. No. Morada. Y un montón de malas costumbres: arrastra el trasero por el Portland y es un poco ladrón; pero es que no se da cuenta. Por eso, Sinchicay no lo quiere. Aunque también decía lo mismo del tipo de la pensión, y ahora son amigos. Gómez se llama. Se quedan horas sentados, mirando la terminal o el puesto de sandías, sin hablar. Me preguntó por la bala, el tipo ese; y por qué le voy a decir alguna cosa, yo. Tiene las rodillas como pernos y es antipático. Y me mira; como Hojalata, me mira. A mí no me gustan los extraños. Bueno, sí. Pero me gustan los que se van ligero; no como este, que se instaló en la pieza de Sinchicay y aunque no trajo valijas, porque estuve mirando, parece un bicho canasto: siempre está metido en la pensión o en el café, como si no tuviera casa. Y casi no me habla. Me mira y no me habla. Pero a mí no me importa. Yo limpio la pieza y le hago los encargos que me pide, que a veces son difíciles porque hay que ir a Santa Rosa. Y después me pongo a leer o a andar en bicicleta por la ruta. 

Es linda la ruta porque llega lejos. Yo algún día también voy a viajar, en un auto rojo y grande, en un colectivo; me voy a ir cuando sea grande (bueno, más grande) a conocer el mundo como Sinchicay, que estuvo en lugares con nombres graciosos, como Cojitambo, Pumapungo y Atacama. La Dormida es como Atacama, dice Sinchicay; pura tierra quemada por el sol, dice; y fuma una cosa asquerosa que se llama chala. La chala se hace con la cáscara del maíz y tabaco rubio, dice Sinchicay. Se seca la cáscara al sol y después se hace el cigarro, atándolo a veces con una piolita. Como un barrilete, dice. A mí me gustaría ser la oruga de la cáscara de maíz, que vive caliente y protegida. Sinchicay es bueno y me da libros, con dibujos y sirenas y aventuras de gente que está lejos y no puede llegar rápido a su casa porque, a mí me parece, no quiere volver; como Ulises, como el tipo ese de la pensión y como yo, que no quiero volver nunca, nunca más a la Dormida.

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