CAPÍTULO VI


CAPITULO VI

     Se dice por ahí que los pollitos salen de un huevo, pero los niños huérfanos, Gómez, vienen de la luna. Acá, sentado en los escalones de la asociación, mirando la cordillera, todo parece lejano; pero para mí la luna, se lo digo yo, fue la teta de mi cholita boliviana. Hasta los tres años me dio de mamar y yo me sujetaba del pecho vasto mientras hundía la cara en la otra teta milagrosa. De ahí me arrancaron los curas del orfanato cuando ella murió. 14 años tenía, pobrecita. Se dice que me tuvo de parada, y yo lo creo, en la ranchería, y que vivió con un campesino hosco que la molía a golpes. Pero hasta los tres años yo recuerdo perfectamente la teta hermosa, el abrazo provechoso y esas cosas que las madres dan como al descuido, porque así viene la cosa, y con esa abnegación alzan a los hijos a la vida. 
     Según tengo entendido, mi padre, Don Pompeyo Arjuna, era un hombre gigante en estatura y complexión, famoso por sus bromas de mal gusto. Se decía que una vez dio por muerta a Doña Ana Zavaleta, su suegra, de carácter grave y circunspecto, publicando su obituario en el mejor periódico de La Paz; y las vecinas, compungidas, llegaban en tropel a la casa del velorio con pésames y tortillas. Esto provocó un infarto tan grande en la pobre mujer, que quedó hospitalizada 30 días. Y si bien recobró la salud, nunca pudo quitarse el mote de “difunta” que desde entonces acompañó a su nombre, Anita, hasta la muerte. Entre tanto, según dicen, mi padre festejaba la broma con puros y ron de Jamaica, y montaba a mi cholita en el galpón de la finca. Tantas veces fue el cántaro a la fuente, allí, en un colchón de hojas, que no tardó mi madre, como ya dije, en quedarse embarazada. Y se decía por ahí, en el pueblo, que la misma noche que notó el pequeño vientre apenas tibio y combado, Pompeyo puso el grito en el cielo culpando a la pobre chica, y la llevó de las trenzas a la ranchería y la dejó allí, sola en la calle, sin una muda de ropa ni un cinco para sobrevivir hasta el otro día.
     Por más que trato, le juro, no puedo ver la ranchería. Sólo puedo imaginar aquella noche, iluminada por la luna, la chola en la calle de tierra anegada, mirando desconsolada el puñado de ranchos de adobe y techos de caña desde el barro. Habrá hecho palmas en las puertas, suplicando ayuda. Debe de haber caminado la noche entera por aquella ominosa desolación. Temerosa de los perros y las alimañas de la noche. La debe de haber recogido otra chola compasiva que, por unos pocos pesos bolivianos, la hizo trabajar de lavandera. La panza crecía y mi cholita ya estaba tan gorda que lavar las polleras de alforzas a mano era una tortura. Y allí mismo, frente al fuentón y el agua con lejía de las enaguas, abrió las piernas de parada y me trajo a este mundo. Eso, por lo menos, me decían, con desprecio, en el hospicio. Se decía también que, por alojamiento, vendió las trenzas y consiguió refugio en el rancho de un campesino, que la volvió a preñar y a castigar alternativamente, hasta que la alcanzó la muerte a los catorce. No la compadezco. Me alegro. Qué podía hacer mi chola sino darme de mamar y soportar el cuerpo agrio y las golpizas. Mejor la muerte, no le parece. Pero aun así aguantó tres años y aunque no puedo ver su cara ni sus ojos negros, recuerdo su pecho. Cosas de la memoria, no le parece. Mire el sol que se esconde en la montaña. Es tan fácil hablar acá, sentados en los escalones de portland, pero concitar la memoria es un tormento, vea.
     El asunto es que Pompeyo, a pesar de su maligno abandono, nos seguía el rastro por el mundo y, cuando la cholita murió, me arrancó del rancho en que vivía y me llevó al orfanato salesiano donde un cura, avezado en el arte de la pipa, le compraba tabaco rubio. Así fui a parar al hospicio de los curas con tres años. Todo nublado, tengo, Gómez, hasta los seis años. Los previos son una bruma de dolor y desapego de la que sólo puedo ver las trenzas de mi madre. Pero el hospicio era feroz. A los seis marchábamos de acá para allá con el rebenque de los curas, y guay de aquél que saliera corriendo, como yo, a jugar con los cabritos en el monte y no volviera por dos días. 

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Comentarios

  1. Ésta novela me encantó, atrapado sin poder dejarla de principio a fin!

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  2. Es un capítulo lleno de nostalgia, con un tono que lleva y maneja muy bien esa sensación: la trasmite. En pocas líneas se traza la hoja de vida del personaje y eso está buenísimo...

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    1. ¡¡Muchas gracias !! Me alegra que te haya conmovido. Un abrazo.

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